EL ALCOHOL
ACABÓ CON LA ILUSIÓN DE LA PRIMERA CITA.
LA PRIMERA Y
ÚLTIMA CITA.
Por el
Hermano Pablo.
Cumplía
dieciséis años. La edad florida. La edad de vestirse de largo y usar tacones
altos. La edad de la primera cita y del primer baile sin la vigilancia de la
mamá. La edad de salir a divertirse con el primer novio. ¡Con razón Lilia
Barajas, de Caracas, Venezuela, comenzó feliz la noche! Era la noche de los
dieciséis años recién cumplidos.
—Tengo una
cita con la felicidad —le dijo a su madre, Lupe Barajas.
Y la madre
respondió: —Ten cuidado.
A sólo dos
cuadras de su casa, al cruzar una esquina con su amigo, la atropelló un auto
manejado por un borracho. Esa misma noche Lilia murió en el hospital a causa de
heridas masivas en el cráneo. Durante su cita con la felicidad se interpuso una
cita con un conductor intoxicado.
La crónica
policial de los diarios nos trae la misma información de continuo: un conductor
borracho atropella a un transeúnte, a quien mata o hiere de gravedad. ¿Y qué
del conductor? Casi siempre huye. Escapa a toda carrera por donde puede. Y
siempre deja desamparada a la víctima de su vicio. El tal macho bebe hasta
embriagarse, pero no es lo bastante hombre como para encarar las consecuencias
de sus acciones.
Por eso lo
hemos dicho mil veces y lo seguiremos repitiendo: el alcohol es el enemigo del
hombre. El alcohol es bueno cuando se aplica externamente —por ejemplo, para
desinfectar heridas y masajear músculos doloridos—, pero es muy dañino cuando
se aplica internamente, bebiéndolo a destajo.
Ya lo
advierte la Biblia: «No te fijes en lo rojo que es el vino, ni en cómo brilla
en la copa, ni en la suavidad con que se desliza; porque acaba mordiendo como
serpiente y envenenando como víbora. Tus ojos verán alucinaciones, y tu mente
imaginará estupideces» (Proverbios 23:31‑33).
El alcohol,
la droga y el juego son vicios que dominan a su víctima. Anulan la libertad,
nublan la conciencia, entorpecen la inteligencia y rebajan el discernimiento
moral. El alcohólico, el drogadicto y el jugador pueden llegar al extremo de
matar a sus propios hijos cuando es amenazado el imperio de su vicio.
Por su
propio bien y el de todos los suyos, el esclavo del vicio necesita acudir a
Jesucristo. Sólo Cristo puede librarlo de esos destructivos dueños del alma.
Sólo Cristo da el poder para vencer cualquier vicio. Sólo Cristo da la fuerza
para llevar una vida libre. Sólo Cristo da vida nueva. Lo único que el
alcohólico y el adicto tienen que hacer es rendirle su corazón y su voluntad a
Cristo. Basta con que le digan, en un acto de entrega total: «Señor, soy tuyo.
Recíbeme hoy.»
LO QUE
EMPIEZA MAL, TERMINA MAL.
EN UNA
FIESTA DE BODAS.
Por el
Hermano Pablo.
Era fiesta
de bodas. ¿Se podrá pedir algo más feliz? Fiesta de bodas en Valencia, España.
Fiesta de bodas de Justino, un africano de Angola, y Marisabel, una bella
valenciana. La novia vestía de blanco, el novio de negro, y veinte invitados
especiales, de chaque. Había, además, otros cincuenta convidados.
No bien
entraron los flamantes esposos al restaurante de la fiesta, hizo su entrada la
policía. Justino estaba acusado de vender drogas y de estafar a los clientes
vendiéndoles heroína mezclada con arena.
Allí mismo, en
medio de la fiesta nupcial, se armó tremenda batahola. Hubo golpes, bastonadas
y puntapiés, y todos terminaron en la comisaría. De asistentes a una fiesta de
bodas pasaron a reos de cárcel.
Lamentablemente
no hay felicidad duradera en este mundo. Del momento más feliz es posible caer
en la desgracia más violenta, y todo eso en un instante. Es cierto que muchas
veces las desventuras se producen por accidente, algo imprevisto, pero en la
mayoría de los casos la desgracia es el producto de causa y efecto. Así fue en
esta boda.
Justino era
un narcotraficante que sumaba al narcotráfico la estafa. Sabía lo que era dar
gato por liebre. Daba arena finamente molida en lugar de heroína. De ahí la
denuncia a la policía, y de ahí también la intervención policial.
Impera en el
mundo, en toda la humanidad, una ley inmutable. Se llama la ley de la cosecha:
«Cada uno cosecha lo que siembra» (Gálatas 6:7).
Casi nada de
lo que nos ocurre es castigo de Dios, o ataque del diablo, u obra del destino o
acción de demonios. Más bien, casi todas las desgracias que sufrimos son
consecuencias de nuestras propias malas acciones. Podemos escoger nuestros
hechos, pero no podemos escoger sus consecuencias.
El primer
paso hacia una vida de paz y tranquilidad es nunca hacer algo que traiga
consecuencias dañinas. Pensemos bien todo lo que hacemos, y midamos bien sus
consecuencias. Una vez que la semilla se siembra, nadie puede alterar su fruto.
Una vez hecho el mal, nadie puede evitar sus consecuencias.
Hagámonos
amigos de Cristo. Él puede y quiere salvarnos. Lo hace dándonos la fuerza para
llevar una vida limpia, recta y pura: una vida que sólo cosechará fruto bueno y
agradable. Cristo regenera, purifica, salva y da nueva vida.
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